Detrás del voto hay, igualmente, una larguísima historia de diseño; siglos de prueba y error.El voto resume en su diseño una rica historia de simplificación. Desprendiéndose progresivamente de todo lo accesorio, el voto se comprime hasta quedar convertido en la instrucción más elemental: un signo sobre un símbolo. Si la democracia es, como muchos sugieren, el régimen más complejo, su encendedor es lo más elemental. Una instrucción simple que no demanda argumento ni explicación del votante. Un acto político que se oculta del público. Una orden emitida sin palabras. Un signo le basta: un tache.
Si el régimen democrático se caracteriza por la ausencia de rasgos sublimes, el voto es, quizá, el más antipoético de sus capítulos. No es un episodio heroico, no permite una experiencia mística, su dimensión estética es nula. El votante se ve forzado a elegir entre las opciones disponibles. El discernimiento concluye inevitablemente en una burda simplificación. Me gusta una propuesta del partido equis, pero me disgusta otra; confío en tal candidato pero no en su colega; reconozco la experiencia del candidato Fulano pero me incomoda su partido. El elector se ve obligado a simplificar grotescamente para decidir. Por eso el entusiasmo electoral es un fenómeno tan infrecuente.
El problema está en pedirle al voto lo que el voto no da. El problema está en suponer que la participación termina en el nicho electoral. La energía democrática, la creatividad plena, la imaginación productiva se activan más plenamente en otros espacios.
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