martes, 23 de junio de 2009

Votar con la nariz tapada

Podemos suponer que un elector vota de acuerdo al tipo de instituciones que desea para el país, a intereses personales que (cree) pueden ser satisfechos por algún partido, y a la calidad de los candidatos. Las decisiones individuales agregadas en un sistema plural, representativo y democrático determinan así pesos y contrapesos entre partidos y poderes, y la orientación del proceso legislativo y de las políticas públicas a partir de acuerdos o de acciones legitimadas por mayoría y que permiten avanzar hacia un proyecto nacional coherente. Esto presupone que los partidos sean capaces de traducir las demandas de la sociedad en ofertas políticas articuladas y creíbles, plasmadas en documentos básicos, plataformas y programas de gobierno, y difundidas de manera transparente en su propaganda electoral. La eficiencia del modelo de representación exige una constante presión competitiva entre los partidos, desde la ciudadanía y a través de los medios de comunicación, que los empuje a hacer una selección positiva de las mejores ideas y candidatos. También requiere que los electores tengan la capacidad de premiar y castigar a los políticos en función de su desempeño, y desde luego, es indispensable un árbitro imparcial, prestigiado e independiente en las contiendas. Finalmente, es deseable que el costo para la sociedad de todo el sistema electoral y de partidos sea razonablemente bajo.

En México, (al parecer no pocos) pensamos que el sistema electoral y de partidos elude cada vez más esas condiciones. Diríamos que hay una falla sistémica en el mercado político; las expectativas y demandas no se transmiten correctamente, y la oferta es banal, oligopólica e insensible (¿inelástica?). No hay acuerdos funcionales ni proyecto, sólo remiendos minimalistas, atasco legislativo, incompetencia, fechorías corporativas, y cinismo. Amarillos, rojos y azules se apropian de presupuestos astronómicos, descabezan y capturan al árbitro, imponen la censura en los medios, adquieren rentas y reparten canonjías en abultadas listas plurinominales, impiden la reelección y candidaturas independientes, nos tratan como pedigüeños menesterosos, anulan la inteligencia pública y nos agobian con basura estúpida en sus campañas. ¿De veras son el reflejo de la sociedad? Los partidos pequeños son obscenos negocios familiares, balsa salvavidas de un mesías resentido, o cuando más, expresiones marginales hasta hoy difusas y sin esperanza.

Hay fallas de mercado, y cualquier economista sabe que en ese caso, se justifica la intervención del Estado para corregirlas, a través de la regulación u otros instrumentos. Cuando falla el mercado político ¿qué? Votar ahora a los partidos existentes, seguro, no cambiará nada. La abstención es indiferencia estéril. Sumarnos al voto en blanco es expresar activamente desazón e inconformidad, y tal vez . . . . . .

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